Bebía demasiado

Tienes nostalgia,- le dijo- nostalgia de cuando estábamos vivos

Manuel Jabois

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La correspondencia con el diablo ya no es lo que era. O al menos eso pensaba él en aquella tarde medio lluviosa. El centro estaba abarrotado de turistas deseosos de una de esas típicas fotos que ya habían visto muchas otras veces. Una especie de fuerza interna les atraía a repetir los pasos de sus predecesores comerciales. Esto a él le daban ganas de vomitar, pero no dejaba de ver en ello un cierto encanto poético, algo reseñable frente a tanta decadencia. Los actores no hacen el escenario, se repetía una y otra vez. No dejaba de preguntarse si la belleza del lugar se sentiría molesta ante tal despropósito, o si se sentiría feliz de poder mostrarse ante el Gran Público.

 

Guardó la guitarra en su funda y recogió las pequeñas monedas que le habían dejado los que habían disfrutado de algo de su música en aquella pintoresca estampa. Él también formaba parte de todo el tinglado que tanto aborrecía.  Se acercó con decisión a la barandilla de mármol que daba a la plaza. Apoyó la guitarra y sustrajo del bolsillo interior de su chaquetón un cigarro que encendió con esa parsimonia que le caracterizaba. Tomó su primera calada y se quedó observando cómo el día iba recogiendo sus bártulos también. En la plaza, los pintores recogían sus caballetes y los vendedores desmontaban sus puestos. Los finales son sobrecogedores diariamente, aquí en el epicentro del universo, pensó.

 

A paso lento se dirigió al Café Terciopelo, lugar habitual en el que sus amigos solían verse semanalmente para ponerse al día y meditar alguna que otra solución para el mundo (dependiendo de la hora). En esa época del año comenzaba a hacer frío y por el camino se vio obligado a levantar el cuello de su chaquetón. Ya en la puerta del Café todavía le quedaba medio cigarro así que apoyó la guitarra en el cristal de la puerta. A través de él pudo ver cómo Marcos, Álvaro y Lucía ya estaban instalándose en la mesa habitual. Dos manos le taparon de pronto los ojos. Eran manos femeninas y olían a una mezcla de perfume y cajetilla de tabaco. Él sonrió y disfrutó del tacto de esas manos en su piel mientras escuchó cómo ella susurraba a su oído:

 

– Adivina.

 

Él quitó sus manos y todavía con los ojos cerrados dijo: Elena. Se dio la vuelta para darle un abrazo y no pudo evitar la sorpresa que se apoderó de su rostro al ver a Elena acompañada por un hombre. Él era Luis, su novio desde  años atrás.

 

– Iván, ¿qué tal estás? – dijo Luis estrechándole la mano.

– Bien, bien. Un poco como siempre, ¿qué tal? – dijo él mientras intentaba ocultar su nerviosismo – ¿qué tal vosotros?

– Oh, genial. ¡Tenía muchas ganas de verte! – respondió Elena mientras acariciaba la barba a Iván.

– Yo también, yo también. Ha sido una semana durilla. Pero al fin estamos aquí de nuevo- mientras lo decía no pudo evitar que los recuerdos de la noche de la semana anterior se apoderasen de su cuerpo.

– ¿Entramos? – sugirió gentilmente Luis mientras abría la puerta ofreciendo el paso.

– Sí, vamos a ver a los chicos- dijo Elena mientras daba un pequeño salto al interior del local. Ella era siempre tan activa.

– ¿Iván?

– Oh, sí. Perdón- dijo Iván mientras tiraba la colilla de su cigarro y se colgaba la guitarra de nuevo a la espalda.

 

Después de todos los saludos y muestras de afecto de rigor, Iván se dirigió a la barra.

 

– Un whisky con hielo, por favor- dijo mientras el camarero ya había empezado a servirlo, demasiadas noches en ese local le traicionaban.

– ¿Qué tal está mi Dylan favorito? – preguntó Álvaro mientras le daba unas afectuosas palmadas en la espalda.

– No blasfemes, querido amigo- respondió Iván mientras se fundían en un sonoro abrazo.- Todo bien, más o menos. ¿Tú qué tal? ¿Cómo va tu libro?

– Bueno, ahí va. Cada día me levanto y pienso en darle un toque diferente. Así que por ahora no estoy más que escribiendo una valiente mierda- rió Álvaro.- ¿Qué tal va esa canción de la que me hablaste?

– Está terminada, hace unos días por fin lo conseguí. Por otra parte no sé si seré capaz de cantarla algún día.

– Ya…- respondió Álvaro mientras alzaba su copa para un pequeño brindis.- Es duro verlo así.

 

Cogieron sus copas y se dirigieron a la mesa. Iván cogió una de las sillas libres de la mesa contigua y se colocó presidiendo la mesa. Junto a él se situaba Elena con Luis. Frente a ellos el resto de amigos formaban un perfecto círculo en aquella apartada mesa del Café.

 

El pelo rubio de Elena le caía de una manera especial aquella tarde y en aquel preciso lugar del local, en el que la luz le impactaba pero no de una manera total. Sus piernas se entrecruzaban con delicadeza por debajo de la mesa. Iván no era capaz de pensar en otra cosa, no era capaz de admirar ninguna otra sutileza en el mundo. Desdichado papel que me ha tocado desempeñar en este Acto, pensó.

 

– ¿Qué tal, Iván? – cuestionó Lucía.- ¿Cómo ha ido hoy?

– Bien, ya sabes. No creo que nadie realmente se percate mucho de lo que hago, soy más bien como una especie de banda sonora de su turismo decadente.

– ¿Y te gusta formar parte de eso?

– En cierta medida así es. Me siento cómodo sabiendo que me fundo con el ambiente, al menos espero fundirme con la belleza del ambiente. Hoy ha sido diferente, de todas maneras.

– ¿Por qué?- preguntó Elena con sincero interés.

– Hubo dos chavales a los que sí que creo que les gustó lo que hacía. Uno de ellos me compró mi disco y el otro me dio todo el dinero que llevaba encima. Ninguna de las dos cosas es demasiado, pero me impresionó más lo que vino después- hizo una pausa mientras sorbía su copa. – La plaza estaba absolutamente abarrotada, ya sabéis. Estaba llena de gente con prisas, gente yendo de un lado para otro, vagando. Y ellos cogieron y se sentaron en el suelo a mi lado. Escucharon unas cuantas canciones y se fumaron unos cigarrillos, y eso que en ciertos momentos de la tarde hacía un frío condenado. No sé, creo que conectamos de algún modo, ¿sabéis? Fue algo realmente precioso.

 

Se hizo el silencio. Todos estaban intentando asimilar ese recuerdo.

 

– Enhorabuena, de verdad. – Dijo Elena mientras le acariciaba la mano y le miraba a los ojos.

 

Iván apartó la mirada de su copa y se perdió en sus ojos azules con una gratitud sentida, verdadera. La palmada en el hombro de Álvaro le sacó de su pequeño letargo:

 

– Eres grande.

 

Todos asintieron y alzaron sus copas en señal de aprobación y sensibilidad ante una experiencia de tal calibre emocional.

 

– Tío, tienes que hacer algo con esa voz-  dijo Luis interrumpiendo completamente el momento.- Conozco a algunos de los mejores productores de este país, podrían hacer maravillas con esa voz. Tío, podrías tener en esa boca la gallina de los huevos de oro. En serio, piénsatelo.

 

Elena se volvió a Luis con una mirada de desaprobación absoluta, el resto de los amigos se quedaron observando a Iván, esperando su reacción no sin cierto temor. Él soltó una pequeña risa irónica, dejó la copa en la mesa y se quedó pensativo durante un momento. Finalmente miró fijamente a Luis y dijo:

 

– «Tío», ¿no has escuchado una mierda de lo que acabo de decir, verdad.

– Por supuesto, simplemente creo que con tu voz podrías sacar una buena tajada. Aprovéchalo, de verdad.

– Déjalo, en serio. No has comprendido…no has comprendido nada.

– ¿Sabéis? Para mi libro también ha sido un gran día. He conseguido finalmente darle un buen enfoque y va todo viento en popa- dijo Álvaro interrumpiendo de lleno el silencio incómodo que se había apoderado de la mesa.

 

Todo el mundo se alegró por él y volvieron a brindar, era un día de celebraciones. Pidieron otra ronda y Luis interrumpió la comanda diciendo que él ya se iba, trabajaba muy pronto al día siguiente y debía estar bien concentrado. Se despidieron de él con falsas señales de afecto y él terminó la ronda besando a Elena. Esto Iván lo supuso por el sonido, nunca fue capaz de mirar.

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La conversación creció en intensidad e intimidad tras la marcha de Luis. Se nota mucho cuando, en ciertas situaciones, no todos los presentes gozan de la misma confianza, acto seguido todo adquiere un toque formal absolutamente vacío. Iván estaba terminando su segundo vaso de whisky mientras jugueteaba con un cigarrillo apagado en la mano, esa noche estaba bastante abstraído de la conversación. Elena acarició su hombro y dijo:

 

– ¿Te apetece que fumemos?

– Por supuesto – respondió Iván con alegría.

 

Al salir del local él abrió la puerta y Elena pasó antes. Todo su olor se había quedado impregnado en el aire de la puerta y el viento de la calle arrastró su pelo rubio con fuerza, en un primer momento.

Encendieron sus cigarrillos e Iván no pudo evitar quedarse mirando cómo Elena aspiraba y expulsaba el humo, en ella convertido en una auténtica «esperienza extrasensoriale». Ella rió al darse cuenta:

 -¿Qué? ¿Qué pasa? 

– Nada, de verdad- respondió Iván dibujando una pequeña sonrisa.

 – Oye mira…sé que Luis es un gilipollas. No se lo tengas en cuenta.

 – No te preocupes. Bueno, ¿tú qué tal? 

– Bien, no me puedo quejar. Vivo bien y tranquila, la verdad.  – ¿Qué tal fue la vuelta a casa el pasado jueves?

 Ella se quedó en silencio. Dio un par de caladas a su cigarrillo y, al fin, respondió.

 – No me puedes decir eso, Iván. No me lo puedes preguntar.  

– ¿Por qué? No pasa nada. ¿Es que te sientes mal por la preciosa noche que pasamos? Echaba de menos cenar y hablar un rato contigo. También echaba de menos tomar una copa juntos.  

– No creas que yo no lo echaba de menos. Si no es ese el problema.  

– ¿Y cuál es el problema entonces?  

– Que voy a tener que dejar de hacer esas cosas.  

– ¿Por qué?

 – Porque me caso, Iván. Luis me pidió la mano a principios de semana.

 Iván no podía creerlo. El humo del cigarrillo entraba por su boca pero no podía sentirlo. El viento golpeaba su cara, tampoco le provocaba ninguna sensación. Murmuró: 

 

– ¡Qué callada quietud! ¡Qué tristeza sin fin! ¡Qué distinta Venecia si me faltas tú! Eres otra Venecia, más fría y más gris. 

– No me cantes a Aznavour…por favor.

– Nos encantaba bailarlo al final de la noche, ¿recuerdas?

Sólo queda un adiós que no puedo olvidar. Venecia sin ti, qué triste y sola esta– murmuró Elena. Sus ojos acristalados miraban fijamente al suelo una y otra vez, como buscando algo que sería imposible encontrar.

– Joder, yo estaba convencido de que lo haríamos algún día.

 

Entre sollozos, ella alzó la vista y preguntó:

 

– ¿El qué?

– Mudarnos a Venecia, vivir en algún piso pequeño con muchos libros y buenas vistas. Tomar café por la noche y vino por la mañana, fumar continuamente y hablar de revolución corporal. Escribir mientras duermes. Ducharnos juntos y vivir en un colchón.

 

Elena rompió a llorar con una sonrisa nostálgica. Iván tiró el cigarro y se acercó a ella. Con delicadeza cogió su barbilla y levantó su mirada.

 

– Danos una última noche. Creo que nos la merecemos.

 

Ella no podía articular palabra, así que simplemente asintió mientras se abrazaban con fuerza. Iván entró al local para dejar la guitarra a sus amigos y explicarles el porqué de su marcha. Mientras tanto, Elena perdía su mirada en el vacío de un charco de la acera, como una especie de reflejo infantil de vergüenza.

 

– Ya que va a ser nuestra última noche juntos, se merece que no estemos tan tristes – dijo Iván al salir del local mientras sonreía. Ella le correspondió con otra modesta sonrisa mientras se acariciaba los pómulos para quitarse los restos de lágrimas.

– Tienes razón. Dime, ¿qué quieres hacer?

– No lo tengo muy pensado, de momento pasear – respondió él mientras notaba cómo Elena se enroscaba a su brazo.

– Perfecto entonces. Nunca fue muy nuestro lo de planificar las cosas.

 

De noche, todo siempre parece que se está desmoronando, en cierta manera, pensó Iván. Esa noche en particular era real. Sin embargo, al mismo tiempo, todo era igual de metafórico que siempre.

 

Los charcos de cada esquina eran los restos vitales de una ligera lluvia vespertina. A través de ellos podían verse reflejadas todas las luces de la ciudad al mismo tiempo. Ellos se quedaron un rato mirando uno de ellos esperando a cruzar la calle. De ese modo conseguían sentirse extrañamente en calma. El agua solía tener este particular efecto en la pareja, aunque esta vez, quizás, se habría manifestado de un modo más oportuno. Deslizaban sus figuras por el agua, mezclándose con las luces reflejadas, ellos eran la ciudad en ese preciso momento de sus vidas.

 

El bulevar se mostraba en calma a esas horas de la noche. Ningún turista estropeaba la estampa. Un músico tocaba el acordeón lentamente, como con calma. Como si esa noche todo careciese de un sentido estricto frente al hecho de poder hacer sonar la siguiente nota.

 

– ¿Bailas? – cuestionó Iván mientras extendía su mano a modo de invitación.

 

Elena sonrió y asintió. Juntó sus cuerpos y tomo su mano. Ambos empezaron a moverse lentamente al son del acordeón. El músico callejero sonrió mientras exhalaba el humo del cigarro que parecía que tenía pegado a sus labios.

 

– ¿No te parece preciosa la ciudad de noche? – preguntó ella mientras apretaba su cabeza contra el pecho de Iván.

– Más que ninguna otra cosa – respondió él con solemnidad mientras olía su pelo.

– No comprendo cómo puede haber personas haciendo otras cosas en este momento.

 

El  acordeón paró y la música se deshizo entre las aceras.

 

– Muchas gracias, de verdad- dijo el acordeonista mientras hacía una pequeña reverencia.

 

Elena sonrió mientras abrió su bolso en busca de algunas monedas. El músico frenó su mano y añadió:

 

– Por favor, no sea grosera. Ya me han dado más que eso – Iván sonrió mientras sacaba de su chaquetón un cigarrillo. El hombre del acordeón le ofreció su colilla para encenderlo, gesto que Iván aceptó.- ¿Sabe? Me recuerda a una novia que tuve un tiempo.

– ¡No me diga! ¿Qué es lo que le recuerda a ella? ¿Son mis ojos? ¿Mi pelo? – preguntó Elena mientras ladeaba la cabeza para enseñar bien su melena. Se mostraba muy orgullosa de él, lo que a Iván siempre le pareció muy gracioso.

– No. ¿Nunca han tenido la sensación de verse en el vacío de alguien? Digamos que me veo en sus formas, en sus maneras y en su encanto. Me veo en mi juventud, hace calor y Julia lleva un vestido de lino blanco.

– Comprendo perfectamente la sensación, amigo – respondió Iván incluyéndose en la conversación. Elena no sabía si sentirse conmovida o halagada. O las dos cosas a la vez.

– ¿Me permite una cosa? – cuestionó el músico.

– Por supuesto, diga – respondió ella.

– Tome, quédese esto – dijo él mientras enganchaba un lazo a uno de los botones del abrigo de Elena.

– ¿Es un regalo?

– Así es. Quizás se cruce con ella, quizás ella tenga la misma sensación que yo al verles a ustedes. Quizás capte mi mensaje.

– Gracias – respondió ella mientras los tres sonreían.

– Gracias a ustedes, de verdad – dijo él mientras se inclinaba para guardar su instrumento en la funda.

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Los coches tampoco circulaban a esas horas por esa zona de la ciudad, así la noche se apoderaba de todos los rincones que pisaban. Andaban por el centro de la carretera y únicamente podían oír sus pisadas. Por un momento, esta melodía era el único testigo de su travesía.

 

– Mira, justo en esta calle conozco un cine bastante bueno. Ponen películas clásicas y las sesiones son muy tarde, podremos ver el final de alguna – intervino Iván.

– ¿Podremos pasar?

– Sí, conozco una puerta de atrás. Uno de los acomodadores es amigo mío y sabe que normalmente ando corto de dinero pero que me encanta el cine. La suele dejar abierta, podemos probar.

– Claro que sí – dijo ella mientras le miraba fijamente.

 

Se apresuraron, al menos el cine estaba abierto. Podía leerse en el cartel luminoso de la puerta: HOY: A BOUT DE SOUFFLE, GODARD. Elena sonrió y exclamó:

 

– ¡No me lo puedo creer! Me encanta esta película.

 

Iván sonrió y cogió su mano para guiarla a través del callejón colindante. Efectivamente, la puerta estaba abierta. Entraron y se colocaron en los asientos más cercanos a la salida, todavía quedaban diez minutos de película. La sala estaba prácticamente vacía. Había una pareja sentada un par de filas por delante y un hombre en la parte de atrás fumando.

 

– ¿Se puede fumar aquí dentro? – susurró Elena.

– Técnicamente este cine no debería de existir. Lo llevan dos hermanos que tienen pasión por las películas clásicas. Supuestamente el local está abandonado desde hace años. Así que sí, aquí prácticamente puedes hacer lo que quieras – respondió él mientras encendía dos cigarros y le pasaba uno.

 

Elena acariciaba lentamente el brazo de Iván. Esto provocó que se le pusiera la carne de gallina. Él apartó su vista de la pantalla, no podía dejar de observar ni un momento. Su belleza era todavía más estremecedora mientras fumaba a contraluz. Ella se percató y correspondió su mirada. Ambos se quedaron fumando y observándose mientras las luces del film se reproducían en sus mejillas. Así, se besaron hasta que aparecieron los créditos.

 

Se había levantado algo de viento y esto incrementaba la sensación de frío. Elena caminaba encogida junto a Iván mientras se abrazaba a su brazo. A él esto le recordó a la portada del Freewheelin´ de Dylan, lo que le hizo sonreír. No dejaba de pensar en una de sus estrofas:

 

I’m a-wonderin’ if she remembers me at all.

Many times I’ve often prayed

In the darkness of my night,

In the brightness of my day.

So if you’re travelin’ in the north country fair,

Where the winds hit heavy on the borderline,

Remember me to one who lives there.

She once was a true love of mine.

– ¿Por qué no vamos a la orilla del río? – preguntó ella interrumpiendo sus pensamientos.

– Perfecto – respondió Iván pensativo, – tengo una idea.

 

El río estaba relativamente cerca de su posición, pero él desvió su camino a un establecimiento de comida que parecía abierto.

 

– Perdone, ¿me da una botella de vino?

– Por supuesto, señor- respondió amablemente el dependiente- ¿Algo más?

– Sí…¿no tendrá una manta o algo parecido? – dijo Iván mientras se acercaba para susurrarle, – me haría un gran favor. Ahora vamos al río.

– Tengo esta manta, la utilizo para las noches en la tienda. Cójala, no se preocupe. Tengo más. No hace falta que me la pague.

– Muchas gracias, de verdad- dijo Iván mientras cogía la botella, las copas de vino y la manta y dejaba el dinero por el vino sobre el mostrador.

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El sendero adoquinado que bordeaba el río también estaba desierto. El frío era más palpable pero la belleza del lugar merecía la pena. Encontraron el lugar con mejores vistas y se sentaron en el borde del cemento dejando sus piernas colgando. Iván abrió la botella de vino mientras Elena cubría las piernas de ambos con la manta. Él repartió las copas y ambos se quedaron en silencio bebiendo mientras disfrutaban las vistas. Nuevamente, las luces de la ciudad se difuminaban con facilidad en el agua. Elena se preguntaba cuánta gente habría sido capaz de observar esa escena. El viento movía su pelo y parte de él se posaba incontrolado en el rostro de Iván, que no se mostraba disconforme con la situación.

 

– ¿Sabes esa sensación de que estás viviendo algo y que al mismo tiempo lo echarás mucho de menos? Lo sientes, pero de la misma manera que si ya lo estuvieses recordando- intervino Elena.

 

Él asintió con gravedad mientras rellenaba las copas de vino y se encendía un cigarro, con el viento era complicado. Ella continuó:

 

– No sé si podré vivir con esto en la memoria, no sé si podré vivir sin esto.

– Tengo nostalgia de ti, Elena. Nostalgia de nosotros.

 

Ella soltó una lágrima que se limpió con rapidez. Se besaron de nuevo.

 

– Gracias por la noche del resto de mi vida- dijo Elena.

 

Se levantó y acarició el pelo de Iván. Él sabía que era la despedida de la despedida. Correspondió sus caricias y vio cómo se alejaba mientras daba un largo trago a su copa de vino y la rellenaba. Los finales son sobrecogedores diariamente, aquí en el epicentro del universo, pensó.

 

C.P. (R.A.)

 

 

 

 

Summer is coming

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Da igual el momento del día que tú siempre estas guapa, pensé. Era ya mi noveno día con mi undécima botella de vino. Era ya mi noveno atardecer y mi décimo quinto paquete de tabaco. Era mi vigésimo intento de escribir la novela en esa tarde de verano atormentado.

 

De ella solo sabía que se llamaba Amelia, que le gustaba llevar faldas cortas, que creía firmemente que Van Morrison decía «La vida» al final del estribillo de Brown Eyed Girl y que servía copas en aquel chiringuito de mala muerte.

 

Y que me encantaba.

 

Cada vez que se acercaba por mi mesa me inventaba algún tipo de problema técnico con la botella de vino o con el toldo que me cubría del sol. Porque era maravilloso ver cómo se contenía la risa mientras me solucionaba la vida. Ríete sin problema, mujer, si yo también sé que mis excusas son lamentables, pensaba yo. A su vez, la primera excusa técnica solía servirme de palanca para poder hablar de otros temas más trascendentales como podían ser el clima o cómo conseguía mantener esos ojos tan azules. Ese escurridizo intervalo de dos minutos de amor puro se desvanecía cuando su compañero camarero, Efrén, la requería para otra cuestión técnica.

 

Efrén.

 

Y ahí estaba yo, intentando escribir en una novela sobre Amelia. Qué coño voy a conseguir escribir si a Efrén se le rompe el grifo del fregadero cada vez que ella me arregla la sombrilla, me decía yo. Sí, la verdad que me decía muchas cosas a mí mismo. Pero que le iba yo a hacer, si es que con la idea de la novela le había cogido un cariño especial a la borrachera vespertina.

 

Mi momento de meditación sobre Amelia normalmente se veía roto por la entrada en escena de mi amigo Mateo. Y la verdad que estaba bien así, porque, como me decía él: el verano no es para esas cosas. Que razón tenía.

 

– ¿Qué? ¿Cómo vas? – me preguntó desde la otra punta de la terraza mientras se aproximaba hacia mí apartando las sillas que encontraba.

 

Mateo era como mi hermano. Habíamos crecido juntos de verano en verano en aquel pueblo playero dónde al atardecer hace falta jersey. Además de eso era un tipo con percha, como dicen los sevillanos. De esos que son guapos hasta para los ojos de otro hombre (sin aspiraciones, no vayamos a entendernos mal).

 

– Pues más o menos como siempre. Sin avanzar mucho- le respondí yo.

 

– ¿Ha vuelto a romperse el grifo de Efrén no?

 

– Efectivamente- respondí yo tras una larga carcajada.

 

– Efrén, ven aquí.

 

Bueno no os he descrito antes a Efrén, pero vamos, previsible. Tipo alto, robusto, moreno y de tez pálida. Múltiples tattoos en brazos y piernas con textos tipo: Recuerda De Dónde Vienes. Camiseta sin mangas negra y pantalones pirata con estampado de camuflaje.

  

– ¿Qué te sirvo?- respondió servicialmente Efrén.

 

– Un Gin Tonic y un Whisky con hielo.

 

Efrén marchó raudo y veloz a cumplir su cometido y Mateo prosiguió:

 

– Sigo sin entender que siga existiendo el nombre de Efrén. De verdad.

 

– Yo estoy convencido de que o va a por Amelia o está con ella- le contesté.

 

– ¿Qué dices? A ti lo del vino se te sube mucho a la cabeza.

  

– Sí. La mira de una manera especial.

 

– Por favor, estamos hablando del bueno de Efrén.

 

– Pero si no le conoces de nada.

 

– Ya, pero mírale cómo trae de rápido las copas. Sin duda es un hombre que sabe cumplir con sus obligaciones.

 

– ¿Efrén?

 

– Sí, es de él de quién hablamos. Además mira su casco de moto de Valentino, ese tipo sí que tiene estilo. Así sí se consigue a una mujer- sentenció Mateo con un sonoro ataque de risa.

 

– No me vaciles, Amelia merece la pena.

 

– Anda, cuéntame qué avances has tenido.

 

Le señalé mi libreta con tachones y el montón de hojas rotas junto a la botella de vino vacía. Los dos no pudimos evitar reírnos ante aquella situación. Esa era una de las grandes virtudes de Mateo. Él siempre hacía que todo perdiese importancia, todo lo contrario que yo. Se abalanzó sobre mi paquete de tabaco y sacó dos cigarrillos. LOs repartió entre ambos y se encendió primero el suyo.

 

– Bueno recuerda que hoy es una gran noche- me dijo.

 

– Siempre son grandes noches.

 

Hay veces en las que la belleza es tal que cuando camina no levanta arena. Esa era una de esas veces. La arena simplemente se desliza bajo sus pies. Tenía las piernas cubiertas con un pareo de colores chillones. A contraluz podía suponerse lo bonitas que eran. La parte superior de su cuerpo estaba cubierta por una blusa. Su pelo, largo, estaba empapado. Ella intentaba vagamente secárselo con las manos. Salía de la playa al mismo tiempo que el sol.

 

Y me encantó.

 

 

De ella no sabía absolutamente nada.

 

– ¿Has visto eso?- pregunté.

 

– ¿Que si lo he visto? ¿Había otra cosa a la que mirar?

 

– Termina tu copa, que hay que arreglarse para esta noche.

 

Mateo soltó una sonora carcajada y añadió: no si es que al final no vamos a dar a basto con tanta novela.

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 La noche no se aguantaba sin algo de abrigo. Y es que, efectivamente, hacía frío. En Agosto. Qué maravilla. Mateo y yo recorríamos las calles del pueblo en busca del antro que visitábamos cada noche. Empezó a chispear y la moto de Efrén pasó a toda velocidad con Amelia de paquete. Yo dirigí una mirada a Mateo que decía: te lo dije.

 

 – El bueno de Efrén, ya te lo había dicho yo- rió Mateo mientras me daba una palmada en la espalda.

 

Las risas de Mateo siempre auguraban lo correcto. Siempre acertaba en ese sentido. En el antro nos encontramos con el resto de nuestras amistades veraniegas.

 

– ¿Qué tal con Amelia? ¿Algún avance?- me preguntó una amiga.

 

Mateo se echó a reír y respondió por mi:

 

– Trágicamente, hemos descubierto su tórrido romance con Efrén.

 

– ¿¿Con el bueno de Efrén??

 

Mateo no podía parar de reír.

 

– Sí, el bueno de Efrén. La verdad es que estaba visto. Qué se le va a hacer. Al menos ahora sé que no gastaré tanto dinero en vino- añadí.

 

Los tres reímos al unísono y nos dirigimos a por la primera copa de la noche. Apoyados sobre la barra, el procedimiento era ya automático. Mientras esperaba a que me sirvieran, me distraje mirando a las botellas que había al otro lado de la barra. De repente, entre compás y compás de algún tema de Herman Düne, noté un golpe seco en mi hombro y cómo se derramaba sobre él un líquido frío al son de una risa floja. Ahí estaba ella. Con ese pelo tan largo que ya no estaba tan mojado. Con unos shorts vaqueros muy desgastados y sus perfectas piernas bronceadas.

 

– Perdóname. Ha sido culpa mía. Mira cómo te he dejado la camisa.

 

Yo, en un ataque de caballerosidad, como creyendo que entonaba alguna frase de George Clooney, dije solemnemente:

 

– Nada, mujer. No te preocupes, si el ron se va estupendamente.

 

Ella se río y me dio dos besos.

 

– Soy Carla. Encantada.

 

– Encantado, Carla.

 

– Me encanta esta canción. Luego pedimos otra copa, vamos a bailar.

 

 Y es que no me gusta bailar. Pero Carla es así. Te gana en las distancias cortas.

  

Tras unos cuantos temas horteras, nos dirigimos de nuevo a la barra. Hablábamos y hablábamos. De cosas intrascendentes como el clima o de si tenía pareja.

 

– Vamos a tomarnos esta copa juntos, hermano- me dijo Mateo mientras me cogía del brazo y me sonreía (él era de los que no esperan para comentarla). Carla sonrió y se fue con su copa a la parte del local en la que se encontraban sus amigas. No sin antes cogerme fuerte de la mano y guiñarme el ojo mientras me sonreía. Devolví el guiño. Mateó soltó una carcajada y añadió:

 

– No, si al final voy a ser el único que no folle hoy.

  

OTROS DATOS DE INTERÉS:

Ninguno de los dos lo hizo aquella noche.

 

 Las copas fueron haciendo su efecto. Carla y yo no tardamos en volver a estar juntos. Eran las 4 de la mañana y decidimos salir a fumar. El frío de la noche hacía que la dorada piel de sus muslos se estremeciese. Algo realmente precioso.

 

Y cada vez me encantaba más.

 

– Cómo no te he podido conocer antes- le dije ya fruto del alcohol y de sus ojos.

 

– Supongo que porque hay un momento para cada cosa. Y hay tiempo para todo en esta vida- me respondió riéndose.

 

El viento que se levantaba y las copas que nos habíamos tomado hacía que le llorasen un poco los ojos. Todo olía a madrugada y nos la estábamos fumando a medias. Durante unos minutos no teníamos nada de qué hablar. Simplemente nos mirábamos cómo echábamos el humo. De vez en cuando alguno de los dos soltaba una risa nerviosa y vuelta a empezar.

 

Vuelta a empezar. Sin decir nada. 

 

Ella sonrió finalmente y rompió el silencio:

 

– Escucha…me tengo que ir. Pero me ha encantado la noche que hemos pasado juntos. Mañana te veo.

 

Nos sonreímos y me dio UN beso en la mejilla. Muy largo. Nos volvimos a sonreír.

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Ella subió la calle mientras me miraba de reojo. Yo volví a nuestro antro. Allí me esperaba Mateo (doble copa en mano). Y nos mamamos como ratas el resto de la noche hasta que el sol nos mandó a casa. Abrazados y cantando canciones que no son veraniegas pero que se cantan en verano.

 

A la mañana siguiente me encendí un cigarro y escribí:

  

El verano suena a mar, a hielos de las copas. Suena a viento, suena a temas horteras, a tu amigo invitándote a copas.

 

Ella también suena, a su manera. Esa canción horriblemente pop que sonaba cuando la conociste te reconcome. Y es que no se te quita de la cabeza, porque además te la ponen todas las noches en ese asqueroso local. Suena su mechero. Suenan también los hielos de las copas que os tomáis, suena el viento que se levanta a esas horas de madrugada, suenan las voces de tus amigos hablándote de ella, suenan las olas del mar, suena cómo echa el humo del cigarro recién encendido. Suenan sus múltiples pulseras y collares chocando los unos con los otros, suena tu baba cayendo al suelo y suenan los silencios de todas esas cosas que no os decís.

 

 Ya tenía un buen comienzo para mi libro.

 

Lo que mata nunca muere

Para los que se mojan.

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Se despertó sobresaltado y con el sudor empapando su pelo y su camisa. Una vez más sus sueños no le dejaban descansar aunque por suerte ya estaba amaneciendo. Echó un vistazo y le agradó ver que los demás todavía dormían, amaba la soledad al alba. Se puso los botines para salir del coche, una chatarra que únicamente su dueño sabía cómo podía andar, y una vez fuera se quedó un rato mirando al horizonte mientras acariciaba su incontrolable pelo. Se inclinó e introdujo sus brazos por la ventanilla del conductor para alcanzar un papel y un bolígrafo y después sentarse en el capó del coche. Sacó de su bolsillo su paquete de cigarrillos americanos y no pudo evitar que una mueca de profundo desagrado se apoderase de su rostro al ver los pocos que quedaban. Se encendió el primero de la jornada y pudo observar cómo en el café de la otra acera el día daba sus primeros coletazos y los dueños, un matrimonio mayor, colocaban la terraza mientras sonaba Charles Bradley con su The World (Is Going Up In Flames). Sonrió y empezó a escribir:

 

 

He vuelto a soñar contigo. Esta vez no salías, pero no dejábamos de hablar de ti. Recuerdo perfectamente cómo el sol te atravesaba la última vez que te vi. Me estoy quedando ciego ¿sabes? Sí, ya no puedo mirar a nada si no lo hago a través de mis oscuras gafas de sol, siempre me las ponía cuando estaba cerca tuyo ¿te acuerdas? Desde que no te veo todo es de un gris raro, no sé. He intentado beberme mi maldición pero sabe nadar. Por lo demás todo sigue igual, no bajo de cuatro cafés diarios y fumo mucho ¿recuerdas? Anochece en La Habana, espero que la próxima vez nos pille despiertos. Ya estoy cerca.

Estaba metiendo lentamente el papel en un sobre cuando un golpe hizo retumbar la parte trasera del coche, era el clásico portazo de buenos días de Bran. Bran era un tipo peculiar, medía cerca de dos metros y tenía una gran barriga, le encantaba llevar gorra y nadie le había conocido sin su espesísima barba que recordaba a aquellos famosos filósofos de principios de Siglo XX. Saludó a Mike con un gesto e introdujo la mitad de su cuerpo por la ventanilla del copiloto para alcanzar un sobre de patatas fritas del día anterior. Se acercó a él y cogió el único cigarrillo que le quedaba, por supuesto sin preguntar.

 

– ¿Qué pasa escritorzuelo? ¿Resacoso?

– Mucho, ya lo sabes- dijo Mike sonriéndole, Bran era de esa clase de gente que quiere que todo el mundo disfrute de la vida.

– Así me gusta.

– ¿Qué tal? Me fui pronto y no pude cuidar mucho de ella- dijo Mike señalando a la joven tumbada en la parte trasera del coche.

Ella era Dixie y sin duda conformaba el perfil más extraño de los tres. Dixie siempre vestía con tops ajustados y medias de rejilla, llevaba el pelo rosa y fumaba todo lo legal y lo no tan legal. Bran entonó una de sus sonorascarcajadas y dijo:

– No te preocupes, amigo, yo cuidé bien de ella.

– Eres incorregible- dijo Mike entre risa y calada.

– Por lo que veo tú también. ¿Otra carta tío? ¿Es en serio?

A Mike se le borró la sonrisa de la cara y empezó a escribir el nombre del destinatario en el sobre: El Mar.

– Tío, no es fácil de explicar…

– Déjalo, no quiero saber cuál es la razón por la que mi mejor amigo le escribe cartas al puto mar. ¿Qué coño te crees que te va a contestar?

– No es la respuesta lo que me importa.

– Ni tampoco son horas para que me enseñes la trascendencia del mundo, hermano- dijo Bran mientras echaba el humo de la última calada de su cigarrillo y lo estrellaba contra el suelo.

– ¿Café y huevos?- Dijo Mike mientras señalaba al café de la otra acera.

– Por supuesto- concluyó Bran mientras se le dibujaba una perfecta sonrisa en su rostro.

 

Se levantaron del capó y Bran decidió dar un fuerte golpe al cristal trasero del coche antes de cruzar la calle a lo que Dixie respondió obscenamente levantando uno los dedos de su mano derecha. Bran volvió a entonar otra carcajada y agarró del hombro a Mike mientras se recolocaba su gorra.

 

Se sentaron en una de las mesas de la terraza y una belleza rubia no tardó en acercarse para tomarles nota y traer lo que habían pedido.

– Tus ojos se merecen una buena propina, sexy, gracias por alegrarme el día- Dijo Bran a lo que la camarera respondió con un mueca de repulsión mientras Mike no paraba de reír.

– Nunca cambiarás.- Añadió Mike.

– Llegaremos mañana por la tarde. ¿Cómo lo ves?

– Lo veo igual que Rick cuando le dice a Sam: «sabes lo que quiero oír, si ella lo resistió yo también».

– Hará falta tabaco- dijo Bran mientras le guiñaba un ojo.

– Esta vez hará falta mucho más.

– Tengo el whisky de esta noche en el maletero.

Los dos se sonrieron mientras dejaban el dinero del desayuno sobre la mesa. Se metieron en el coche y volvieron a la carretera, todavía quedaban kilómetros. Mike aprovechó que no conducía y decidió echar una cabezada.

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La cabezada duró horas y se despertó ya por la tarde, por fin había conseguido descansar un poco. Cuando consiguió despegar sus párpados vio que Dixie y Bran mantenían una de sus acaloradas conversaciones sobre política:

– No Bran, eso es lo que no entiendes. De la misma manera que el Imperio Romano expandía la «Pax Romana», el Imperio español expandía el cristianismo y ahora Estados Unidos expande la democracia. Todo son excusas baratas para ver quién tiene la poya más grande.

– No empieces por ahí, sabes que yo.- Respondió Bran.

Dixie soltó una carcajada, sus serias conversaciones siempre acababan así. Pudo ver que Mike se había despertado y le empezó a alborotar aún más el pelo.

– ¿Qué pasa bello durmiente? Por fin has podido descansar.- Le dijo Dixie.

– La verdad que sí, me ha sentado bien.

– Claro que sí, ese es mi hermano. Venga, enciéndete un cigarro y saca la cinta de la Creedence.- Dijo Bran.

– ¡No Bran! Otra vez Creedence no.- Le gritó Dixie.

– No siempre vamos a estar escuchando The Clash, Dixie, danos una tregua.- Respondió Mike.

– Está bien, pero que la primera sea I Put A Spell On You, y pasa un cigarro de esos.

– ¡Mujeres! Dominan el mundo, tío. – Dijo Bran mientras reía y echaba el humo de su pitillo.

Dos vueltas al disco bastaron para que anocheciese y Bran ya empezaba a impacientarse, le apetecía ese whisky. Cenaron algo rápido en el coche y se pararon pocos kilómetros después frente a un bar de carretera.

 

– Me han dicho que este es el mejor ambiente que vamos a encontrar por aquí.- Dijo Bran.

– De verdad que todavía no entiendo cómo puedes saber todo acerca de los bares de carretera que encontramos.- Añadió Dixie mientras sonreía y se hacía el de después de cenar.

– Voy a por el hielo.

 

Mike observaba el cielo estrellado apoyado en el maletero del coche mientras fumaba un pitillo. No dejaba de recordar aquella canción:

  …quema como el gas azul de los mecheros

sirve para echar vinagre en las heridas

miente como mienten todos los boleros…

– Ey. – le dijo Dixie interrumpiendo su letargo.

– Ey, ¿cómo vas?

– Con ganas de noche. ¿Tú?

– No muchas, si te soy sincero.

– Lo sé, te suelen jugar malas pasadas.

– Todo es más intenso por la noche. No me gusta.- Dijo Mike sin ocultar una profunda cara de disgusto.

– Te encanta, te voy a llamar cantante de la noche. Recuerda que sin ella no serías lo que eres al amanecer. Le cantas a lo que más te atormenta.- Añadió Dixie sonriendo.

– Parece que ese sin duda es uno de mis dones. No hay vuelta de hoja para los hombres como yo. Mírame, ¿cómo se supone que voy a reaccionar mañana?

– Creo que ni es necesario que respondas a esa pregunta ahora ni en realidad quieres responderla. Joder, esa pregunta no se responde.

– Siempre tan acertada, Dixie.- Dijo Mike mientras sonreía y abrazaba a su amiga.

Bran corría a lo lejos gritando : LA NOCHE ES NUESTRA CHICOS. Ellos rompieron en una carcajada y acogieron a Bran en su abrazo. Bran dejó de un golpe los hielos en el suelo y empezó a dar pequeñas tortas a Mike.

 

– Esto es hermano, esto es. No está escrito en ningún lado, se siente.- Le dijo Bran.

– Esto es.- Añadió Dixie.

– Vamos a poner esos whiskys y no miremos nunca más atrás.- Les respondió Mike.

 

Tres copas con la radio del coche a todo volumen bastaron para que ya estuvieran a punto y las risas fueran continuas.

 

– Vamos a ver si hay tanto ambiente en ese garito como decías, Bran.- Dijo Dixie.

– Con muchas ganas de mover esas caderas te veo.- Le respondió Bran.

– Casi no las has visto moverse, hazme caso- Dijo Dixie mientras se alejaba bailando y riendo.

– ¿Ves lo que te digo? ¿Lo ves? – Le dijo Bran a Mike mientras se mordía el puño. MIke se sumergió en una de esas interminables carcajadas de borracho, abrazó a Bran y añadió:

– Es tu barba, que rompe corazones.

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Los tres amigos entraron en el bar mientras el alcohol iba haciendo su efecto y, una vez allí, no dudaron en ir a la barra en busca de otra copa. El bar había que reconocer que tenía ambiente. Un grupo estaba tocando una especie de rockabilly moderno bastante resultón que animó a todo el mundo a saltar a la pista de baile. Bran y Dixie se pusieron a menearse una vez tuvieron su copa en la mano. Mike prefirió darse un respiro antes de ponerse a sudar como un loco. Le dio un trago a su copa y se encendió uno de sus Winston. Empezó a sonar una versión de Gene Vincent, Mike siempre había admirado a Vincent: «Vincent es uno de esos que la historia del Rock ha menospreciado injustamente» solía decir. Mientras disfrutaba del tabaco y movía la cabeza violentamente, Mike pudo observar como una escuálida belleza pelirroja se le acercaba lentamente. Una vez estuvo suficientemente cerca, la señorita no dudó en cogerle el pitillo de la boca y le dio una larga calada.

 

– ¿Te gusta Gene Vincent?- le dijo la miesteriosa pelirroja que llamaremos Señorita X.

– No me jodas, ¿a las devora hombres también os gusta el rock?- Respondió Mike sonriendo.

– Somos a las que más nos gusta.- le dijo mientras le guiñaba el ojo.

– ¿Bailas?

– No me jodas, ¿a los bohemios les gusta bailar?

– Esto sí.- Le susurró Mike al oído.

 

Y es que efectivamente eso es bailar. Lo que no entendemos ahora es que si no es reggaeton no es bailar. Dios, eso era moverse. Joder, eso era más que bailar, era hacer el amor a un metro de distancia. X movía sus rodillas al mismo ritmo que sus hombros y, mientras tanto, no apartaba la vista de los ojos de Mike. Mike movía sus pies y sus manos imitando a Elvis- el Rey- y, mientras tanto, no apartaba la vista de las piernas de X. Los bailes consumieron cerca de una hora de la noche en la que se sucedieron numerosos chupitos y Mike con otras imitaciones, sobre todo de Travolta. Porque un hombre no es un hombre hasta que no imita a Travolta y no da igual la película. Imitas Grease si quieres ligar con la niña mona, imitas Fiebre del sábado noche si quieres sentirte el amo del local e imitas Pulp Fiction si quieres intentar demostrar que el alcohol no es tan malo. Mike imitó los tres bailes, un hombre de verdad. X se acercó al oído de Mike y le susurró:

 

– ¿Vamos a fumar fuera?

 

Mike respondió moviéndose hacia la puerta y agarrando a X de la muñeca. Se apoyaron en el marco exterior de la puerta del local y pusieron sus copas sobre una mesa de las que había puestas a modo de terraza.

 

– Asombroso que un chico de ciudad como tú baile así a Gene.

– ¿Tanto se me nota?- Respondió Mike.

– Los chicos de por aquí no son tan guapos.

– Ni los de ciudad son tan guapos como yo- Dijo Mike mientras se encendía su pitillo y sonreía.

 

X se fue acercando progresivamente a Mike. Rodeó con sus brazos su cuello y acercó sus labios para juntarlos con los de Mike. Una vez estuvieron lo suficientemente cerca X le pasó todo el humo de su calada, que Mike aspiró entre sorprendido y agradado. Unos gritos que provenían de dentro del local rompieron el momento y una de las camareras del local abrió la puerta rápidamente.

 

– Tus amigos están metidos en un pequeño lío.- Le dijo a Mike.

 

Mike apartó a X de sus brazos y fue corriendo al interior del local. Allí encontró a Bran gritando a un tío, que lógicamente era mucho más pequeño que él (¿y quién no?).

 

– Mira tío, solo te digo que o le quitas las manos de encima a la chica o aquí esto se va a poner feo.

– ¿Ah sí? Creo que quiero verlo.- Respondió el otro viendo que sus colegas empezaban a rodear a Bran.

 

Mike estudió la situación. Su exceso de alcohol en vena hizo que la conclusión de su estudio fuera que lo mejor sería coger uno de los jarrones que había apoyados en la barra del local y estallarlo en la cabeza del tío que tenía a Dixie.

 

El estruendo hizo que todo el local se callase y el grupo parase de tocar. Mike le hizo un gesto a Bran que decía algo cómo «corre» y cogió a Dixie del brazo mientras salieron los tres corriendo del local. Un grupo de unos diez salió tras ellos.

 

– Dame las putas llaves del coche Bran- le dijo Mike.

– No sé quién va peor, hermano.

– Tú dámelas.

 

 

Cogieron el coche y unos kilómetros después encontraron un lugar tranquilo dónde aparcar. Ya era de día y cuando Mike consiguió aparcar Dixie ya dormía. Bran le miró y le dio una palmada en el pecho y dijo:

 

– Mañana llegamos, por fin.

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Mike asintió y Bran se puso la gorra sobre la cara. Todos dormían, cómo a él le gustaba cuando amanecía. Aprovechó para salir al capó y se encendió el último de sus cigarros. Sacó un papel y empezó a escribir:

 

Ya te siento. El día me dejará ver tu belleza una vez más, sí, sabes que siempre he sido un cursi.

 Amanece en la Habana. La próxima vez juntos, dormidos.

 

Metió el papel en el sobre y escribió a quién la dirigía. Miró el horizonte, sonrió y tiró el cigarro. Se metió en el coche y se quedó dormido a los pocos minutos.

 

Horas más tarde el sol lucía brillante, era el día. Mike despertó gracias a los gritos de Bran:

 

-¿Lo ves hermano? ¿Lo ves?

 

La carretera se extendía y al fondo se podía ver el mar. Mike resopló y Dixie le miró haciéndole un gesto como de «venga vamos, que se puede».

 

Aparcaron el coche cerca de la playa y se fueron directos a la arena. Mike temblaba como un flan, se encendió un cigarro para paliar sus nervios y se quitó las gafas de sol, ahora podía ver claramente cómo se mezclaban los colores, habían llegado. Mike empezó a recordar Simple Songde The Shins y empezó a agitarse todavía más.

 

– Vamos a bañarnos, Mike.- Le dijo Bran.

– No lo sé, tío. No lo sé.

– ¿Tanto tiempo escribiendo y hablando de él y ahora que estás aquí no vas a bañarte?

 

Bran corrió con Dixie al agua. Mike seguía fumando y cantando la canción. Sonrió, se quitó la camiseta, tiró el cigarro y corrió al agua.

 

Porque sólo se es joven una vez. Porque mientras corría pensaba en los momentos eternos, en lo salvaje y en lo inmenso. Porque no quería encontrarse sentado en su salón quince años después diciendo ¿por qué no me bañé?

 

surf-in-california

 

 

La Historia de mi Locura.

 

Frutales
cargados.
Dorados
trigales…

Cristales
ahumados.
Quemados
jarales…

Umbría
sequía,
solano…

Paleta
completa:
verano.

Manuel Machado

«El Verano»

historialocura1

 

Estaba siendo un verano de mucho calor. En aquella época todo olía a periódico viejo y continuamente sonaba algún tema de Death Cab For Cutie. Yo no era más que un joven escritor inexperto y sin futuro en busca de inspiración que intentaba hacer algo que cambiase el mundo. Mientras, me ahogaba entre alcohol y los restos del pedido de comida china de la noche anterior.

Frustrado tras el enésimo intento fallido de comenzar mi novela salí al balcón a fumar mientras escuchaba un disco. Pude ver cómo dos mujeres salían del portal. Las conocía de vista, de haberlas visto alguna que otra vez entrando y saliendo del edificio.

Debían de estar algo borrachas porque no dudaron en saludarme, cosa que nunca habían hecho:

– ¡Ey!

Yo no pude evitar quedarme mirando las piernas y el pelo de una de ellas. Por qué negarlo, hubiera hecho el amor en aquel mismo instante con cualquiera de las dos, o con las dos a la vez. Mientras pensaba esto respondí a su saludo sacudiendo la mano al mismo tiempo que echaba el humo de mi cigarro.

– ¿Te apetece venir con nosotras? – dijo una de ellas mientras se acariciaba el pelo.

– Perfecto, me pongo una camisa y bajo.- respondí yo de una manera tan súbita que resultó evidente que no tenía nada más que hacer aquella tarde.

Es aquí donde perdí lo que me hacía interesante.

Estuvimos andando cerca de una hora buscando el sitio al que ellas querían ir, un auténtico antro. Una vez allí, lo estuve intentando, puse todo mi empeño, pero ningún camarero fue capaz de servirme un buen vino en toda la tarde. Bajo un ambiente que olía a sudor y que era lo suficientemente oscuro como para que alguien me apuñalase, saliese corriendo y nadie se enterase, viví un auténtico interrogatorio: ¿de dónde eres? ¿a qué te dedicas? ¿y eso da dinero?…

Gracias a las reacciones que provocaban mis respuestas fui advirtiendo que las mujeres que se hallaban ante mí no eran un prodigio de la inteligencia. Casi todo en las mujeres me encanta, pero si hay algo que odio es que sean tontas o se dediquen a terminar sus frases mirándose unas a otras y soltando un «uuuuhhh» que va creciendo y creciendo hasta que muere ahogado en una sonora carcajada que sería algo tipo: jijijjijijiji. Pues bien, ambas características ( la segunda claramente consecuencia de la primera ) residían en las mujeres que me acompañaban.

Yo no me lo creía, una y otra vez miraba agitado hacia las diferentes partes del bar esperando que aquello fuese una especie de broma colectiva y poder decir: tranquilos chicos, me lo había olido. Para mi desgracia no era así.

En realidad las mujeres no eran para tanto. El problema era claramente yo y los recuerdos que tenía incrustados en mi mente.

-Lo siento, he de irme.- Dije cortante.

De camino a casa lo tenía claro: «tengo que aclararme ya», me decía. Las penas no se iban a ir si no tenía con qué ahogarlas así que compré una botella de whiskey durante mi trayecto.

Es aquí donde perdí mi saber estar.

Abrí mi puerta lentamente, entré al piso y dirigí una mortal mirada al sofá. Una de esas miradas que lo dicen todo. Similar a la de Clark Gable justo antes de entonar: «francamente querida, no me importa», similar a la de Clint Eastwood con su: «venga, alégrame el día». Tenía que saldar una cuenta pendiente conmigo mismo y él iba a ser mi confidente, mi Orfeo.

De unos cuantos manotazos liberé la mesa que había frente al sofá de toda la comida china reseca. Puse sobre ella lo único que necesitaría de aquí a que mi conflicto personal se solucionase: la botella de whiskey, un vaso corto, cenicero y Robert Johnson sonando de fondo. Necesitaba de la manera mas profunda que el blues me acompañase por esta senda de dolor «porque el blues es dolor» pensé. Después de un par de tragos para entrar en calor, encendí un cigarro y empecé a pensar en ella. Pensé en aquella noche, hace tanto tiempo. Estábamos juntos en una terraza y ella tenía muy estiradas sus piernas, coloreadas por el efecto del sol y tan delgadas como siempre. Me miraba con esa mirada altiva que es característica en aquellas mujeres que saben que tienen el control. Mientras, me ofrecía un cigarrillo. Me mataba con su sonrisa y era perfectamente consciente de ello.

Una vez una grandísima amistad me dijo: «El blues es mejor cuanto más rudo, cuanto más seco. Por eso me gusta Robert Johnson, en sus canciones siempre oigo el ruido de lo antiguo». Fue entonces cuando pensé si esto sería igual en el amor. Todavía no he respondido a esa pregunta.

 

HISTORIALOCURAROBERTJOHNSON

 

El whiskey empezaba a hacer su efecto y los cigarros iban cayendo uno tras otro para reducir el sabor de los largos sorbos escoceses. Yo seguía suicidándome con más recuerdos. Rodeados de agua con el sol vespertino atravesando sus caderas y silueteando su pelo. Su tez fina recordaba a las actrices de cine negro y su voz era escandalosamente sexy. Pensé en Dylan y en su gran:

 

 

Please see for me if her hair hangs long,
That’s the way I remember her best.

 

 

Encendí otro cigarro, en mi salón ya no se podía respirar otra cosa que no fuese mi humo. Robert Johnson había dado paso a Muddy Waters y me quedé por enésima vez atrapado escuchando Smokestack lightnin´. No sabía qué cojones tenía aquella canción pero siempre que sonaba acababa repitiéndola una y otra vez.

Tenía que deshacerme de todos esos recuerdos y con todo el alcohol que llevaba encima ya necesitaba ir al baño, así que poco a poco me fui incorporando, con mucho cuidado de no caerme redondo.

De camino al baño me desequilibré en repetidas ocasiones teniendo que apoyarme en la mesa del comedor. Apoyé mis manos con tal fuerza que hice que la mayoría de las cosas que había sobre el mueble saltaran por los aires. Una cosa de las que se había caído me llamó mucho la atención pues era mi disco de The Lumineers que hacía mucho tiempo que no veía. «Joder, esto es lo que necesito», pensé. Empecé a escuchar Stubborn love y la canción era para mí, cada frase fue como una bala atravesando mi costado.

En el momento del when we were young oh oh, yo  ya me encontraba en mi habitación haciendo la maleta. «No voy a olvidar a nadie. No voy a deshacerme de ningún recuerdo. Voy a ir a por ella», grité.

Es aquí donde perdí la cabeza.

Hablar cuando nadie me acompaña  junto con necesitar fumar después de tomar chocolate y  doblar las páginas de los libros para recordar dónde me quedo son algunas de esas cosas que siempre me ha dado vergüenza reconocer pero que hago con asiduidad. Este era un asunto de esos en los que prefería coger las riendas y destrozarme yo mismo si era necesario a que me destrozase por sí solo.

Dormí unas horas para descansar y al levantarme me tomé un buen café con churros en la terraza del bar de abajo, la decisión estaba tomada. Compré tabaco pues el viaje era largo y no pretendía parar.

Rodaba ya en carretera y decidí ponerme las gafas de sol y encenderme un cigarro para darme a mí mismo la sensación de estar recorriendo la ruta 66. Desgraciadamente no era así, pero tenía el mismo encanto. Las 8 horas de viaje se me hicieron cortas imaginándome el reencuentro con ella con cada canción que escuchaba. Si lo pensamos, ¿qué sería de la música si no nos evocase ningún pensamiento acerca del pasado o del futuro?

Mi destino era algo realmente idílico: pueblo de pescadores que se mantiene bajo la dictadura de la hierba y la roca, con el suficiente frío como para que no resulte soez y el suficiente calor como para que no resulte desagradable. La plaza, centro de actividad, estaba repleta de cafés y terrazas. Sobre todos ellos se había dispuesto un gigantesco entramado de pequeñas luces festivas que hacían que todo se contagiase de un ambiente muy acogedor. En la esquina derecha, un grupo de unos siete músicos se dedicaban a tocar la versión más rara que he escuchado nunca de La vie en rose, en el otro extremo, dos ancianos jugaban al ajedrez, junto a la fuente, unos chavales se jugaban su honor en un reñido partido de fútbol. Empezó a llover y pensé «estoy en casa».

 

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Me senté en la terraza de un café con las puertas de madera roja y letrero amarillo que rezaba Su casa. Ese era SU café, era MI momento.

-¿Qué le pongo al caballero?- me preguntó bruscamente uno de los camareros perfectamente uniformados.

– Al caballero no sé, a mi me vas a poner un café con un chorrito de whiskey.

El camarero ni siquiera esbozó una leve sonrisa, ni siquiera una sonrisa servicial, nada. Sabía que el humor nunca había sido lo mío pero nunca había experimentado una acogida tan cruel. Simplemente respondió agitando la cabeza y volviendo repetidamente a la barra del interior del local. Tras unos minutos le tenía de nuevo en mi compañía y le hice la pregunta que tanto deseaba hacer:

– Escucha niño, ¿va a venir la dueña?

– Sí señor, suele pasarse a la hora de cenar.

Era perfecto, tenía por delante cosa de una hora para pensarme lo que iba a decir, cómo lo iba a hacer y para fantasear con su cara al reencontrarnos.

Acabé mi café y me pedí un whisky con hielo, algo tenía que tomar, algo tenía que hacer porque el tabaco no me calmaba lo suficiente. Cerré los ojos y me dediqué a escuchar el mar, la brisa me estaba acariciaba las mejillas e imaginé los veranos pasados. Sonreí, como no lo había hecho en mucho tiempo. Recordé lo que otro gran amigo me decía siempre en época de exámenes:

«La felicidad es algo difícil de encontrar, pero si hay algo seguro es que siempre tira hacia el verano»

Fue aquel el momento en el que comencé a hablar con mi copa fruto de la relajación que acababa de experimentar y de que me estaba subiendo el alcohol.

-Nos educan en la opinión de que el dinero no es la felicidad pero que ayuda a tenerla. Nos educan en la opinión de que la felicidad no está en lo material. Nos educan en la opinión de que la felicidad está en la trascendencia. Bien, no digo que absolutamente ninguna de las anteriores afirmaciones sea falsa, pero ¿por qué decirle que no a lo banal? Piensa en verano, durante el día y la noche únicamente te dedicas a ser tú mismo, a no pensar en nada, a reírte con tus colegas, a ver los cuerpos de las mujeres, a beber, a escuchar música comercial,  ¿Es necesaria la grandiosidad y la profundidad para que tenga lugar la trascendencia? Lo que pensamos en invierno es igualmente constructivo que lo que sentimos en verano.

 

POSIBLE

 

De repente la vi. Ahí estaba ella, mucho más mujer que la última vez. Con sus piernas largas y su vestido corto. Con su pelo liso y su mirada orgullosa. Ahí estaba ella, cruzando la plaza lentamente, disfrutando de su contorneo. Me tiene que estar viendo, pensé. Pero no, cruzó la terraza rodeando las mesas y no me dirigió ni una sola mirada. Ante esta muestra de desinterés me acerqué a la barra, tenía que verme la cara.

-¿Hola?- dije con un tono bastante inquietante.

– Sí, perdóname que hoy hay un lío tremendo- respiré, y esbocé una pequeña sonrisa, esto era otra cosa – ¿qué te pongo?

No me lo podía creer, me acababa de matar. Qué- te – pongo, tres palabras que hicieron que mi alma se partiera.

-¿No me reconoces?- desde luego en ninguna de mis 43589495 fantasías que había tenido en lo que llevaba de día sobre ese momento me imaginaba haciendo esa pregunta.

– ¿Te sirvo otro whiskey con hielo como a ti te gusta no?- y empezó a reír. Cuando estaba riéndose de una broma hecha por ella siempre al final de la carcajada sacaba un poco la lengua y se la mordía, siempre amé su encanto.

– ¿Me dejas servirte a ti tu Gin Tonic?- dije yo devolviéndole la sonrisa.

No era el reencuentro perfecto, no era lo que había imaginado, pero era el reencuentro. Nos sentamos en una de las mesas de la terraza para poder fumar y nos pusimos a hablar de nuestras vidas. La noche estaba portándose con nosotros y la luna, nuestra confidente años atrás, volvía a ser testigo de nuestras miradas.

– Bueno cuéntame, ¿cómo has tardado tanto tiempo en volver?- me dijo ella con su mirada característica.

– Supongo que porque tenía cosas que hacer, pero eso no es lo importante. Lo importante es que sigues igual de sexy que la última vez.- Al terminar esta frase me empecé a encender un cigarro para intentar esconder mi timidez. Ella se echó a reír.

– ¿Después de todas esas cosas que tenías que hacer todavía no has aprendido a piropear de una manera más sutil?

– ¿Has aprendido tú a llevar los vestidos más largos? Quizás entonces aprenda yo a pensar en otra cosa que no sean tus piernas.- No pareció sentarle muy bien mi comentario y sonrió mientras miraba al suelo.

– ¿Por qué te fuiste? Pensé mucho tiempo en ti, mucho.

– Me echaste, y yo no he dejado de hacerlo.

– Tú siempre crees que todo el mundo va en tu contra. No eres tan importante, asúmelo. No es malo, de hecho te libera de muchas cargas.- Me dijo mientras acariciaba mi barba.- Te fuiste tú solito, y te llevaste a tus paranoias contigo.

– ¿Quieres decir que tú no…?

– No.- Me dirigía ahora una sonrisa, una sonrisa de lamento. Parecía que sí que había pensado mucho en ello.

No me lo podía creer y me entraron unas inmensas ganas de llorar. Llorar por la impotencia de saber que había perdido la felicidad por mi culpa y ni siquiera me había dado cuenta. Sin embargo, al mismo tiempo, me entraron ganas de reír. Al fin y al cabo significaba que toda la causa de mi pesar no existía en realidad. Ella sabía todo lo que estaba ocurriendo en mi cabeza y me dijo:

– Venga hombre, no te estreses tanto. Voy a por otro par de copas.

Mientras se levantaba para ir hacía el interior del local me acarició los hombros, me dió un beso en la mejilla y me susurro al oído:

– Eres tan mono cuando te preocupas.

Estaba yo como para que me hicieran esa clase de comentarios con esa clase de tono. Sonreí de nuevo, «jodido verano» pensé. Entré corriendo al local, no quería más whiskey, quería sus labios.

Por el camino tiré tres sillas y me choqué contra la puerta debido a mi estado, pero esto le hizo reír. Me acerqué a ella y con mis manos rodeé sus casderas, esas caderas que atravesaban el sol años atrás y que me volvieron loco, esas mismas. Acerqué mis labios a los suyos y le dije:

– Quiero besarte.-Se hizo un silencio y ella sonrió.

– Pues hazlo.

Así lo hice y durante unos minutos nos fundimos en uno de esos besos en la frontera entre lo bello y lo no tan bello. Ella de repente se escabulló y me cogió la mano. Cerramos el café y nos fuimos a dar un paseo, era ya muy tarde. Nos acercamos al mar y andamos por la orilla hablando y hablando, trivialidades para pasar el rato. Pero no hay día sin noche y me dijo:

– Mira, estoy con alguien desde hace un tiempo.- Vio cómo mi cara se descomponía y prosiguió mientras me acariciaba la barba- Como te dije antes, pensé mucho tiempo en ti, pero llegó un día en el que no pude más. Es mi culpa, no la tuya. De todas maneras me da la sensación de que has venido y has tenido lo que de verdad necesitabas. ¿Quién sabe? Ahora me toca a mí ir a buscarte.

Terminó su speech sonriéndome. Me cogió de la barbilla y juntó sus labios con los míos. Volvió a sonreírme y me guiñó un ojo.

– ¿Necesitas un sitio dónde dormir?- me dijo.

– Ya me has ayudado suficiente- dije sonriendo- voy a quedarme con el mar un rato más.

– Tú y tus Orfeos. Cuídate mucho.

Me encendí el penúltimo cigarro de mi cajeta y me senté observando cómo morían las olas. Amanecí unas horas más tarde cubierto de arena y con el sol en los ojos. Me sacudí un poco y me dirigí al coche. De camino miré el móvil y tenía unas cuantas llamadas perdidas de varios amigos. Llamé.

– ¿Cómo estas pájaro? Nosotros ya estamos por el pueblo, no sabes la noche que te perdiste ayer.

– No te preocupes que en un par de horas me tienes por allí.- Le dije yo, sabiendo lo que me esperaba.

Arranqué el coche, me encendí mi último cigarro y encendí la música. «Jodido verano» pensé.

 

historialocuraultima

Para los amantes.

Una vez me contaron una historia, no me la creí. Hablaba de un romance fugaz e ilegal que se convirtió en legal y duradero sin perder ni un ápice de su esencia primaria.

 

Son las 5:35 de la mañana, la más absoluta oscuridad se apodera de mi cuarto y es únicamente violada por la luz de mi cigarro recién encendido. Suena una canción muy lenta y pienso en ti. Sin darme cuenta, empiezo a recordar:

 

Mi compromiso rápidamente se rompió al ver cómo tu pelo caía sobre tu hombro desnudo. Tus ojos, más azules que el cielo y el mar, se clavaban en los míos. Los libros me decían tu nombre y que estabas destinada a estar conmigo, pero el papel es el papel y las palabras ajenas nunca han participado en este juego de locos. Mi piel se derretía ante ti, la sensación más pura de sumisión camuflada tras una apariencia huidiza.

 

Yo te suplicaba a través de tímidos susurros que por favor me cantases. Me trazabas el camino hasta lo más profundo de tu alma, segundo tras segundo, palabra tras palabra. Tu voz me daba, y me sigue dando, oxígeno.

 

Una larga noche fue la que nos hizo perdernos en nosotros mismos, mas no fue la única. Nos escondíamos dónde nadie podía encontrarnos y tú te dejabas caer sobre mi pecho mientras mirábamos al cielo. No decíamos nada, no hacía falta. La luna se encargaba de contar nuestra historia.

 

Recuerdo también aquellos días viviendo en la ciudad de los poetas, de los pintores. La lluvia del día no conseguía separar nuestros labios y el frío de la noche aún pegaba más nuestros temblorosos cuerpos llenos de sudor. Las calles olían a tabaco, café y mandarinas y nosotros éramos los grandes confidentes del tiempo.

 

En esta fría noche te lo imploro: sigue con esa cara de muñeca, que me saque del tiempo. Que la curva de tu espalda me recuerde que los días pueden ser bonitos. Porque sólo contigo el verde es más verde y la espuma del mar es más espuma.

 

A veces me imagino que no quieres estar conmigo. A veces me imagino simplemente que no estás. Pienso que soy el único loco que queda sobre esta nube negra que mira directamente al mar. Pienso que mis pies cuelgan de un precipicio de palabras del que nada retorna. Pienso que muero. Pienso en mi muerte. Es un día con mucha lluvia, hace frío y mi bufanda no abriga. No pasa nada. Los charcos se duermen y suena una guitarra. Los árboles se muestran desnudos ante el paso del tiempo, y yo estoy sentado encima de la húmeda roca. Mis fuerzas no me permiten siquiera fumar. En el día de mi muerte tú no estás.

 

 

La Promesa Del Puente

Era tarde. En el cielo el rojo del atardecer y el azul de los restos del día hacían el amor mostrando una épica estampa. Encendimos nuestro último cigarro al son de Beirut- The Penalty. Mientras, él intentaba en bajo tocar los acordes de Society de Eddie Vedder.

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Nuestros pies desnudos y endurecidos por el paso del día se retorcían en la refrescante arena. Al fondo, el agua, y el verde. Siempre era todo de color verde. Incluso cuando estabas en coche a kilómetros de distancia  tenias la sensación de seguir tumbado en una espesísima hierba. Es algo que tiene el aire, no lo sé, pero es realmente romántico.

Estrujando la colilla en la parte inferior del banco me dijo:

– Vamos.

La noche no se presentía como las anteriores, aunque el plan fuera el de muchas otras veces. Algo distinto rozaba nuestro aire. De camino a casa, con mis pies todavía desnudos, el ukelele seguía resonando en mi cabeza.

Aquella noche todos decidimos salir a la calle con otras personalidades, más o menos complejas según de la manera en que se mire. Una vez hecho el cambio, nos reunimos todos en el jardín, la noche ya había dejado de ser una amenaza para convertirse en una realidad.

Acompañados por las guitarras, una vez más, él me dijo:

– Un whiskey, ¿verdad?

Mi gesto debió de hacerle suponer que la duda ofendía, pues acto seguido me sirvió la copa.  Durante un momento decidí abstraerme de todo el bullicio, tuve una mezcla de sensaciones bastante extraña: el dolor de la partida y la euforia por el gozo de los últimos instantes.

Un par de copas después, pues allí el tiempo se medía en copas y no en minutos, nos dirigimos al punto de encuentro. Allí el caos de personalidades era espectacular. Aderezado con el suave hedor del alcohol, la noche comenzaba de una manera curiosa y con mucho encanto.

Un espectáculo de una índole claramente festiva y circense iniciaba la velada.  Mis tres caballeros ingleses me esperaban con sus tres gins ( como buenos caballeros que son ). Yo, que perdí mi caballerosidad cuando conocí al Rock and Roll, opté por un Red Label.

El baile había comenzado, un aire caribeño me animó y así dimos por comenzada nuestra tarea. La oscuridad era nuestra. El cielo, las estrellas y la eternidad se encontraban en propiedad de los tres caballeros ingleses y un gitano. Un buen título para una obra teatral de Anton Chéjov, sin duda.

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El aire festivo y el alcohol me hicieron abstraerme de nuevo. Pensaba en aquellos cafés con whiskey con nuestros pies en la arena. En aquel hombre que era incapaz de razonar como una belleza tal podía ser poseída por algo así y me pregunto realmente intrigado: «¿pero…tiene dinero o algo?». Pensaba en aquella fría tarde en la que otro gran hombre me recordó una canción, una canción de un grupo que él mismo definió como: «Mumford and sons pero con más drogas». Pensaba en cómo desde aquel momento siempre me sentía en calma cuando escuchaba:

Jade?

Alexander?

Do you remember that day you fell out of my window?

Acompañados de ese olor, siempre ese olor. Es en esos momentos cuando el devenir del tiempo quiebra tu alma, y hace que te sientas vulnerable, frágil. No le debíamos nada al Destino, aunque estuviera de nuestro lado.

Mis pies estaban cansados, y mis ojos también. Pero hoy no era el día para pensar en eso, hoy era el día para hacer que estuviesen cansados un año entero. No recuerdo con exactitud la cantidad de copas ingeridas en este tramo de la noche, pero sí recuerdo que no fueron pocas. A la salida de nuestra primer compromiso tan sólo nos encontrábamos dos de los ingleses y yo, al tercero le pudo el amor y la carnalidad, por lo que no contamos con su presencia en esta parte. Emprendimos nuestra peregrinación. Uno de ellos estaba demasiado ebrio y sus delirios e historias a cerca de un bastón pervertido humedecieron cada árbol del pinar. Nos acompañaba un hombre extraño al que no conocíamos aunque por su acento podíamos imaginarnos que procedía de América del Sur.

El otro de los ingleses, comenzó a notar lo que a mí me estaba atormentando desde el principio de la noche: mi marcha resultaba inminente. Habíamos hablado mucho de este día pero nada hay como oler el aliento del depredador que anda siguiéndote de cerca

para que tus huesos se tornen frágiles y los pies te pesen, para que la noche se oscurezca y las distancias se vuelvan más largas. El inglés más ebrio sorprendentemente fue cabal y me dijo:

– Tranquilo, yo me ocupo, tú con el cubano.

En un principio me pareció casi ofensivo y me sentí muy fuera de juego. Más tarde comprendí las intenciones del inglés que, aun borracho, conservaba su inteligencia.

Y ahí nos encontrábamos los cuatro cruzando el largo puente. ¿Alguien se ha preguntado alguna vez sobre lo místico que puede llegar a ser? En el principio te dejas a ti mismo, en el final te espera lo que puedes llegar a ser. Es algo bastante inquietante. Sabes que cuando vuelvas a pisar ese puente de piedra, posiblemente seas otra persona totalmente distinta y que tu capacidad de hablar no sea la misma que cuando lo cruzaste al principio, pero también sabes que cualquiera que haya sido tu personalidad al otro lado, la podrás dejar allí. La dejarás allí, cautiva y presa. Esta vez no me esperaría para seguir siendo mi segunda piel la siguiente madrugada, y eso me estaba matando.

Gracias al alcohol pude aguantar una más que tediosa conversación sobre Roger Federer con el hombre de América del Sur. Mi pasión por el suizo siempre fue y será una de esas cosas que no cambian en mi vida, pero quería enterarme de lo que se estaba hablando metros atrás. Pese a mis esfuerzos no pude escuchar nada.

Nada más cruzar el puente nuestro destino se erigía en el horizonte, claro y atractivo. Antes de seguir con nuestro camino el inglés atormentado me dijo que fuéramos a fumarnos un cigarrillo lejos del bullicio. Asentí encantado. Por el camino me acordé de Time For Heroes, de una hoguera, de mucho alcohol y de una vida entera juntos. Fue curioso y reconfortante ver que le inquietaban las mismas cosas que a mí. Hablamos del tema, nos abrazamos y terminamos el cigarro ya en calma. Nuestras almas no lo estuvieron hasta que no nos fumamos aquel cigarro. Fue en aquel momento cuando la noche era joven, cuando la noche nos pedía mucho más, cuando el cielo, el Destino, la hierba, el mar, las algas, la piedra, el musgo, la ginebra, el tabaco, la música, las camisas entalladas, las piernas de las mujeres y nuestra hermandad nos pedían que echáramos el resto.

Una vez terminado el cigarro, nos dispusimos a subir la escalinata directos al bar. Allí nos encontramos con todos los peregrinos que no habían compartido nuestro camino. A estas alturas ya estábamos tan ebrios como el inglés ebrio por lo que a partir de ahora dejaré de hacer la reseña. Cogimos tres copas, las alzamos a la luna en señal de gratitud por ser nuestro mejor testigo, por guardar silencio de todo lo que allí acontecía noche tras noche, y las hicimos chocar en señal de respeto.

El inglés ebrio, como todos nosotros, me llevó a un apartado. Allí me hizo hacer una promesa. Ambos, como caballeros, supimos que era la mejor solución a nuestras inquietudes colectivas. Hicimos un trato que aun hoy pesa, un trato por el cual nos comprometimos a una ardua empresa. Sólo Dios y el tiempo serán capaz de juzgarnos, pero ellos saben tan bien como nosotros que no fue fruto del alcohol.

Era ya muy tarde, pero no importaba. En ese momento, el tercer inglés apareció y he de reconocer que su manera de hablar y vestir siempre me recordaron un poco a un viejo estilo que no pasa de moda, al viejo estilo de James Stewart o de Cary Grant. Efectivamente no iba mal encaminado pues vino a contarme que había besado la mano de un familiar muy cercano mío. «Este hombre es de otra época y eso es lo que más atractivo resulta de él», pensé. Miré a los otros dos hombres, nuestra relación siempre me había recordado a la de los tres mosqueteros. Tampoco me equivocaba esta vez, nuestras andaduras por el Norte bien podrían ser dignas de ser contadas por la pluma del mismo Dumas.

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Apoyado en la barra, como a mí me gustaba, tomando mi copa tranquilamente, pude observar a un pelo largo que se dedicaba a bailotear, levitar y comer pipas por el local. Sonreí. Salí a fumar acompañado de uno de los ingleses. Fue entonces cuando el viento me susurró:

«Jura que te vas mañana».

 

Quise ser un Clark Gable pero me quedé en un Mario Casas y afirmé con un gesto.

Todo quedó suspendido en el Tiempo, era el momento: sonaba nuestro himno. Como hermanos nos abrazamos y estrujamos nuestras cabezas. Gritamos y gritamos clamando por la eternidad, llamando a las puertas del Cielo, preguntándole a Dios si era Gallego.

Buenas noches, mi nombre es Robert Allen y hay veces en las que estoy convencido de que realmente lo es.

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Robert Allen.

Muerte por correspondencia.

Rey: ¿Todavía ensombrecido por las nubes?

Hamlet: No por las nubes, señor, sino por el sol.

William Shakespeare. «Hamlet»

Querido amigo:

La cálida luz de unas almas vacías pero, en parte, simpáticas, embriaga y vicia el aire de la sala. La música de un saxofón hace que todo este tinglado tenga una apariencia mucho más agradable y apetecible que lo que en realidad es. A mí la situación me repugna. No estoy preparado para este tipo de actuaciones en sociedad, en realidad, nunca lo estuve. Todo siguiendo el mismo funcionamiento que un estrafalario circo. Todos siguiendo las directrices de unas personalidades que ellos mismo se han creado y fingiendo que todo va bien. Nada va bien, todos lo saben. Odio cuando esa gente viene con su sonrisa falsa a hablarte como si nada hubiera ocurrido.

Me siento como un pobre animal sacado de su entorno, realmente no estoy hecho para esta vida. ¿Quién lo está? los cobardes, incapaces de mirar ante la verdad. Esa verdad extraordinaria, feroz, simple y sutil que ensucia con una gran falta de educación las paredes de esta habitación sin ventanas. Ninguna vista positiva del mundo tiene lugar en el cuerpo de un hombre con el alma rota, eso es lógico, pero incluso él sabe reconocer la verdad cuando la ve.

Salgo a fumar al jardín, llueve, como a mí me gusta. Siempre amé el sonido de las gotas cayendo sobre las siluetas de la realidad, deslizándose por ella como si ésta estuviese pintada en un papel. El agua purifica nuestros cuerpos y espíritus. Nos deja aparentemente liberados de un sentimiento común de culpabilidad por guardar un apreciado secreto de belleza que nuca saldrá a la luz. Me enciendo un cigarrillo. Después de darle una calada lo escondo bajo la palma de mi mano para que no se moje con mucho cuidado para no quemarme.

Me está matando, amigo, me esta matando poco a poco. No puedo soportarlo más, la garganta me quema y se me estrujan las muñecas. Su mera presencia me resulta obscena. No aguanto compartir la misma habitación con él, no aguanto compartir el mismo mundo. Me niego, y no achaques esta decisión a mi alma artística como achacas todo aquello que no te complace del todo.

Vuelvo a la sala, pero solo para despedirme, no lo aguanto más. Amigo mío, éste será mi último regalo: te relataré las últimas horas de mi vida. Es cierto, ya sabes el final, pero comprenderás que, llegados a este punto, el jugar con tu intriga me parece un recurso un tanto comercial para alguien de tu altura intelectual.

Salgo de la fiesta y paseo por las calles. Todas esas calles que pisamos de jóvenes, repletos de sueños e ilusiones. Ahora todo es de un color grisáceo y las inquietudes se han reducido a charcos y viento invernal. Escucho cómo las olas se postran ya inertes sobre la superficie de las rocas y recuerdo aquella cita de Bob Dylan que tanto nos gustaba entonar: «Y mis amigos de la cárcel me preguntan: ¿cuánto, cuánto se disfruta la libertad? Yo, misterioso, les respondo: ¿acaso las aves son libres de las cadenas del cielo?».

Me paro en una terraza a tomar algo, a tu salud por supuesto. Que pena que no estés aquí disfrutando del vino de la casa junto a mí, quizás tú, y sólo tú, podrías haber parado este proceso infernal. No puedo permitir que todo esto me afecte demasiado, ahora he quedado con ella y ya sabes que nunca me gusto parecer demasiado vulnerable. «La carne se pudre bajo tierra, no hay más secreto», decían en aquella película que tanto nos gusta. No lo sé, realmente no lo sé, pero no tengo miedo.

Sigue lloviendo a cántaros, la noche me acecha y yo aquí sigo sentado esperándola. Sin duda echaré en falta sus cortos vestidos de verano cuando la Muerte, ataviada con otras vestiduras mucho menos inspiradoras, venga a llevarme. Echaré de menos sus piernas cuando la llama abrasadora del dolor y la desesperación llame a la puerta de todos los poros de mi piel.

Resulta evidente que no vendrá, por lo que pago la cuenta y en lo que me voy del local me enciendo otro cigarrillo. Camino calle abajo con las farolas y los gatos como los únicos testigos de mi trayecto. Quiero tocar las estrellas, pero no puedo, así que me conformo con hundir mi zapato junto a su reflejo en los charcos.

Bajo con cuidado de no resbalarme la escalinata que me lleva directamente a la playa. Siempre creí en su atractivo cuando llueve de esta manera, en contra de lo que opina la mayoría de  la gente. La mezcla del agua del mar, el sonido de las olas, el agua del cielo y el sonido del viento, producen en mi alma una sensación de lo más mística. A nadie echo de menos, salvo a ti, viejo amigo. Aunque tú también me faltes en estos instantes.

Un nuevo día florecerá, viejo amigo, pero no contará con mi admiración. Abandono aquí mi viaje. En el mismo lugar que me vio nacer, en el mismo lugar que como diría un cantante «aprendí a ser feliz».

Siento como la arena sangra junto a mí, al menos un leve suspiro de aflicción por mi marcha noto en este salvaje teatro. Al menos alguien presiente que ya no estaré. Me despido de ti, viejo amigo, despídete tú por mí de esas piernas.

Robert Allen.

París, lluvia y humo.

Acababa de llegar a París, la fiereza de un competitivo periodista y un peor marido se escondía tras el humo de su cigarro. La vida de su ciudad ya no le agradaba tanto como antes, quizás fuera el dolor o aquel ambiente sutil de la limpieza de la capital. Llovía, como siempre había imaginado en sus sueños de adolescente bohemio.

Empezó a andar hundiendo sus botas en los charcos y agarrando con fuerza su maleta de cuero. La extraordinaria pasión que inundaba esas calles le fascinaba, todo le fascinaba. El Boulevard de St Germain estallaba, florecía y fallecía al mismo tiempo y del mismo modo que la tormenta.

Una bella mujer le mostró su habitación, tenía unos ojos claros y bonitos. Su primer impulso fue abrir la terraza y descorchar una botella de vino. París se mostraba interesante y perdido, como atormentado por su visita, pero sin duda París siempre era París. Tenía que arreglarse, su noche y sus compromisos le esperaban. Un buen traje, zapatos limpios y la pitillera llena, todo el macuto necesario para una agradable y refinada velada.

El taconeo de sus zapatos por las calles mojadas le hizo pensar en fumar, y así lo hizo.Tras un largo paseo, finalmente llegó a la fiesta. Su buen amigo Michael, compañero de carrera y antiguo colega del New Yorker presentaba un libro ante sus amigos más íntimos, por supuesto no podía faltar. Un saludo cordial con él y se fue directo a la barra, a por esa copa que su cuerpo le rogaba con fiereza desde hacía horas. Ese ambiente de esnobismo vano le exasperaba, de ahí que ya en posesión de su apreciado licor escocés se dirigiese a la terraza. El máximo objetivo de su acción, además de la más que evidente huida del resto de asistentes, era ver como la noche se abalanzaba sobre los últimos intentos de supervivencia del día. Algo muy violento, aunque de lo más poético.

De una manera de lo más repentina, su meditación se vio interrumpida. Pero, todo hay que reconocerlo, fue una interrupción de lo más sutil y melódica. Ensimismado en su propio cigarro oyó esa dulce voz que le decía:

– Nunca supe lo que dice esta canción en su tercera estrofa, prometo que es un auténtico misterio para mi.- Dijo ella.

Él, sorprendido ante tal muestra de falsa, aunque agradable, confianza, no pudo elaborar mucho su respuesta, aunque no sin descaro dijo:

– Quizás eso sea lo mejor de ella, el tener esa parte perdida.-

– Siempre tuve debilidad por las cosas perdidas.

– Y yo por las que finalmente son encontradas.

– ¿Es esa nuestra historia?- Dijo ella.

– ¿Te gustaría que así fuese?

Ella rió tímidamente y añadió:

– No nos han presentado, soy (me abstendré de informar al lector de su nombre, pues el nombre ya implica una cierta personificación, aunque sea involuntaria. Quiero que el lector se siga imaginando a la mujer que se está imaginando, sin distraerle con nimiedades como su nombre).

– Encantado- dijo él, al mismo tiempo que se inclinaba para besarle la mano.

– No aguanto más en este sitio, además mi canción ya ha sonado y no siento que me pueda aportar más esta situación. Me voy, ¿vienes conmigo?

– No lo dudes- Añadió él con una respuesta tan rápida que resulto hasta casi forzada, y realmente no había sido de esa manera. «He estado perdido y acabo de ser descubierto por esta escuálida belleza de metro 70″, pensaba él para sus adentros.

Saliendo de la casa no pudo evitar observar de arriba a abajo a la joven que le guiaba, su misteriosa e intrigante acompañante. Siempre había sido un fanático de la extrema delgadez, pero nunca se había encontrado ante una belleza tal. Unas piernas largas y finas como alfileres caminaban al son de la juventud que las dirigía. Su mirada, directa, dulce y frágil, parecía que se iba a romper a la mínima ráfaga de aire que azotara la habitación. Su mirada y sus piernas.» Se podría escribir un libro sólo hablando de esas piernas» pensaba mientras salía de la habitación, y posteriormente de la casa. Posiblemente nunca se había cruzado ante tal belleza, tan frágil, tan inerte, tan real.

Ambos iniciaron su travesía sin destino por la noche parisina. Él no podía mirarla, cada vez que lo hacía encontraba un nuevo rasgo de su físico que le enganchaba más que el anterior ( nada le enganchó nunca más que sus piernas, todo hay que decirlo). Ahí se encontraban ellos, como dos animales abandonados, viajantes de la vida que juntaron sus caminos para empapar las calles de una sensualidad y un descaro imposible de describir con palabras.

Se dirigían, pues por fin encontraron destino a su travesía que, aunque muy poética, habría de tener destino en algún momento, aunque éste terminase siendo la falta de él, a un café que conocía la acompañante misteriosa. Por el camino resultaron ser una pareja llamativa, él se molestó al ver la lujuria con la que algunos de los viandantes parisinos miraban a su acompañante. Ella lo notó y rió.

Finalmente se sentaron en la terraza de un café de color rojo, bastante agradable.

– ¿Me das un cigarro por favor?- preguntó ella con su ya conocida ,y nombrada con anterioridad, dulzura.

No tuvo más remedio que sucumbir ante ella, y eso que nunca le gustó regalar cigarros.

Pudo observar durante este cigarro y el resto de cigarros que siguieron la conversación, cómo el proceso habitual del fumador ( para quien no lo sepa, aspirar, tragar humo, mantener y expulsar ), en ella se volvía un proceso sumamente bello y sensual, parecía hasta casi dictado por la Naturaleza.

La noche parisina, aquella con mucho encanto y calidez, favorecía a la conversación. Del mismo modo, favorecía que estos asustados desconocidos, atraídos por una fuerza mucho mayor que la corporal, se conociesen.

Él, haciendo alarde de su caballería, propia del club de los últimos románticos al que pertenecía, decidió invitarla a una copa. Aunque este gesto pareció no impresionar en exceso a la joven, ya muchas veces cortejada con todo tipo de adulaciones.

– Cuéntame un poco de ti entonces, hombre perdido.- Dijo ella.

– ¿Qué quieres saber?- Dijo él, creyendo que de esta manera esquivaba su pregunta ( nunca le gusto mucho hablar de sí mismo ).

– ¿Crees que realmente importa lo que yo quiera saber?- Dijo ella devolviéndole la pelota a su tejado acompañando la pregunta con un tímida sonrisa. Siempre esa tímida sonrisa.

– Soy un hombre bastante decidido, y muy claro en cuanto a gustos. Supongo que me gustan las mujeres que hace falta que las rescaten.

– ¿Te parezco en apuros?

– ¿Te parece que esté intentando salvarte?- Respondió él, pensando para su fuero interno que se encontraba ante una mujer cuya personalidad distaba mucho de la hipótesis antes expuesta.

Tras este intercambio de cuestiones, hubo un leve silencio, aunque ninguno se mostraba incómodo o inseguro ante esta nueva condición. Sin duda, eso no era mala señal. Él no podía apartar la vista de sus piernas, era un misterio tan hipnótico toda ella, que realmente merecía la pena perder la cabeza  por algo así.

-Mira, realmente me gustaría…- dijo él rompiendo el silencio.

– ¿Puedo intuirlo? – interrumpió ella- sólo digo que me gustaría mucho.

Él sonrío, y ella echó el humo del cigarro mientras le devolvía la sonrisa.

Y desperté. Desperté del sueño más real que nunca tuve. Me desperté profundamente embriagado, y contento por haber pasado la noche con aquella mujer. Desde entonces no la he olvidado, y sigo pensando en sus piernas cada día que pasa. Pensé: «tranquilo, la realidad superará a la ficción…¡pero qué diablos!» Nunca la olvidé, así que me propuse hacerla eterna, de la manera más bella, de la manera mas hipnótica y enigmática, de una manera muy fiel a cómo era ella: hacerla eterna a través de la letra impresa.

Robert Allen.

Levamos Anclas.

He de decir que siempre les encontré cierto encanto a las presentaciones, no sé si es por su exceso de formalidad, unas veces, o en otras, su despampanante informalidad. La causa de mi inclinación no es demasiado importante. Además no pretendo disfrutar en exceso con esta, ni explayarme demasiado, pues caería en el riesgo de atemorizar a todos aquellos lectores en potencia con mi excesiva pedantería o banalidad.

En este espacio virtual depositaré todos mis pensamientos, frustraciones, deseos de todo tipo, aspiraciones y vicios. En cuanto a la temática del blog, he de decir que en un principio parecerá que las historias no guardan ninguna relación entre ellas. Aviso al lector desde ya que sí que la tienen, y su encuentro dependerá de la inteligencia y perspicacia con la que cuente para percatarse de todos aquellos detalles que le lleven al final del trayecto, que será: la nada. Ese objetivo, por supuesto, no es vital para el disfrute de los textos que se adjuntarán.

 

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Me gusta escribir con Mumford and Sons de fondo ( sí, es una manía ), así que no esperen historias con demasiada acción o demasiada alegría.

Finalmente, como no me gusta demasiado hablar de mí, me despediré con las palabras de otra persona:

«Llamean los ojos, la sangre canta, los huesos se liberan, discurren lágrimas e hilos rojos. Su terror o su burla dura un minuto, o meses enteros.

Sólo yo poseo la clave de este desfile salvaje.»

                                                                                                                                                                        Arthur Rimbaud, Iluminaciones.

 

Robert Allen.